Dicen que, allá por el siglo XV, el hidalgo y conquistador castellano-andaluz del, entonces, reino de Sevilla, Alonso Fernández de Lugo, desembarcó en lo que hoy conocemos como Puerto de Tazacorte para establecer su primer campamento. Caía, poco después, la Isla de La Palma, pasando a incorporarse a la Corona de Castilla.
Dicen, también, que, con la cruz cristiana por bandera, las tropas castellanas descendieron de sus navíos para pisar suelo palmero, ante la mirada, en unos casi inocentes y en otros no tanto, de guanches que acabarían escondiéndose en recovecos de La Caldera de Taburiente.
Cuentan que por aquí se llevarían prisionero luego a Tanausú, rey Benahoarita, para presentarlo como esclavo ante la reina; hazaña que no llegó a producirse porque el guanche no dio cabida a ello al, literalmente, dejarse morir de hambre.
- Vacaguaré, vacaguaré - repetía sin cesar en el navío que lo alejaba de su Benahoare del alma. Y, aunque no logró proteger a la Isla de las invasiones de los castellanos, sí pasaría a la historia como símbolo de rebeldía, valentía y orgullo.
La Palma puede ser visitada y amada desde diferentes puntos de vista: el que se basa en el disfrute y provecho de su clima, playas, naturaleza, gastronomía, fiestas y tradiciones y un largo etcétera; o el que se centra en la importancia histórica que un día tuvo este pequeño rincón del planeta.
Y ahí me encontraba yo, sentada en la arena volcánica de donde se supone Alonso Fernández de Lugo sentó las bases de su primer campamento. Me dejé llevar por la imaginación... De fondo, el barullo propio de niños que comparten una tarde de juegos se confundía con el del oleaje del mar. Cuando me quise dar cuenta, el sol caía sobre el pueblecito pesquero del Puerto tiñéndolo todo con una luz sólo posible allí.
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