Hay cosas o momentos que tienen el poder de tomarte y retrotraerte en el tiempo y el Molino de Tefía, en Fuerteventura, es una de esas cosas. 

Habíamos tomado el coche con la única intención de admirar el paisaje majorero mientras hacíamos kilómetros. El plan, básicamente, consistía en adentrarnos por las dunas, con música que acompañara la ocasión, y parar cada vez que el cuerpo nos pidiera corretear por ellas o, incluso, más tarde, para bañarnos. En pocas palabras, la filosofía de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. 

Y allí estaba, en medio de la nada, el Molino de Tefía, declarado Bien de Interés Cultural con la categoría de Monumento Histórico Artístico. Pronto vinieron a mi mente relatos de mi padre, cuando recordaba cómo, a edad muy temprana, iba de la mano de su madre a por gofio, el polvo de cereales resultante de la molienda. Claro, en su caso, al pueblo de Puntagorda desde el de Tijarafe, en la isla de La Palma, y en ese momento yo me encontraba en Fuerteventura, pero se trataba de la misma actividad desempeñada desde finales del siglo XVIII.

Trigo, cebada, avena, centeno, chícharos, garbanzos o arvejas; había que aprovechar ya no sólo el buen cereal de una tierra castigada por la pobreza y la lejanía en el mapa, sino los vientos constantes e intensos. 

En lo que a mí respecta, aquel día me moría por parar el coche para visitar el Molino y caminar por sus alrededores, quizás a la espera de lo que el sonido de sus aspas tuvieran por contarme. 

Un abrazo en la distancia...






















Total Look: Calzedonia