En Lamas el tiempo pasa muy despacio. Pareciera haberse detenido. Es, sin duda, un oasis de paz en medio del desenfreno de una ciudad como Pekín. 

Una vez dentro, otro mundo a descubrir nos esperaba... 

El olor a incienso impregnándolo todo, hasta mi pelo; el murmullo de fondo resultante de las oraciones de cientos, miles de creyentes; el colorido de sus edificios y una puesta de sol luego que lo transformaba todo en un escenario de película del Último Samurai..., eran ingredientes más que suficientes para que quisiera quedarme un buen rato, como adormecida, casi paralizada.

Había leído que el Templo de Lamas era de los más importantes de China, además de uno de los más bellos a visitar. También, que el Buda más grande reinaba allí.

Y sabía que el Templo de Lamas o, como lo llaman, el Yonghegong, representaba el punto culminante de la iconografía y la liturgia del budismo tibetano, una vez que se convirtió en religión semi-oficial de la Corte China a partir de la dinastía Yuan.

Pero esto no era lo que me había sumergido en ese mutismo, ni a caso el estilo único de sus templos combinando elementos tibetanos, con influencia mongol, y elementos chinos.

Era el misticismo que allí se respiraba, el olor a incienso que se perdía, lentamente, entre el fervor y la devoción de aquella buena gente. No me cansaba de mirarlos...

De fondo, el "rurú" de sus rezos y el repicar de las monedas como ofrenda por un deseo a cumplir. 

Pensé, entonces, que ciertamente proveníamos de culturas bien distintas.

Al atardecer, el sol caía y se dejaba perder entre la techumbre de aquel complejo y los fieles, por masas, empezaban a abandonar los templos convencidos que sus oraciones iban a ser escuchadas.

El día nos regalaba una de sus mejores estampas...

Era el momento de tomar algunas fotos.

Un abrazo en la distancia...












































Mono: Mango
Bolso: Promod
Botas: Nando Muzi
Pulseras: Pandora